7 feb 2011

APOLO, EL SEDUCTOR

Apolo era entre los antiguos griegos, el dios de la Luz y el Sol, pero también, de la Verdad y las Profecías, así como protector de la Música, la Poesía y las Artes. Un dios bastante copado.

Era hijo del Rey de los Dioses, el Gran Zeus, y de una diosa no muy importante, llamada Leto. La pobre Leto tuvo que sufrir por los celos de la mujer de Zeus, la cruel Hera, que le hizo de todo... cuando se ponía, era una bruja Hera. Pero bueno, eso no viene al caso ahora.

Apolo tenía una hermana gemela, la cazadora y recatada diosa virgen, Artemisa. A Apolo le gustaba cazar también, pero por lo demás, no se parecía en nada a su hermana.

Bello y encantador, fino en sus modales, el hijo favorito de Zeus heredó el ímpetu amoroso de su padre. Pero a diferencia de éste, Apolo se enamoró perdidamente (varias veces) de mujeres y varones, mortales y dioses... Como quien dice, no dejaba títere con cabeza.

Vamos a contar primero aquella historia que dejamos inconclusa, la del amor entre Apolo y Jacinto (el hijo de Clío, de la Musa... sí, sí, ese...)

Jacinto era un joven sumamente hermoso, con la hermosura de los dioses. Es por ello que en el Olimpo, todos admiraban su galanura... El principal admirador no era otro que Apolo, quien al verlo por primera vez sintió como lo consumía una irrefrenable pasión.

Por suerte, el joven Jacinto correspondió al amor del dios. Así, pasaban juntos numerosas horas entretenidos en los placeres de los jóvenes: cazar en los bosques y montañas, practicar gimnasia, tocar la lira y cantar... y por supuesto, entregarse al amor.

Una calurosa tarde de verano, todo cambiaría... El dios y el joven decidieron jugar compitiendo en el lanzamiento del disco. Los griegos eran muy deportistas.

Para impresionar al muchacho, Apolo se manda una compadreada, lanzando el disco con todas sus fuerzas hacia el Cielo. Relumbrando con la luz del Sol, el objeto caía, caía...

Jacinto aceptó el reto y corrió riendo para agarrar el disco. Pero, para su desgracia, alguien se metió en el medio: el dios viento, Céfiro, celoso y despechado porque Jacinto no lo había elegido, sopló fuerte desviando el condenado disco, para que golpeara en la cabeza del muchacho. Por supuesto, la humana cabeza del joven se partió en dos y éste cayó desplomado.

Apolo, desesperado, corrió a socorrer a su amado... pero sólo pudo retener su alma por unos instantes. Jacinto murió en sus brazos.


Cuentan las viejas que Apolo, derramando lagrimas sobre su pecho ensangrentado, susurró: "Siempre vivirás en mi corazón, hermoso Jacinto. Que tu recuerdo viva también entre los hombres..." Dicho esto, convirtió la sangre del muchacho en una hermosa flor, la que llamamos aún hoy, “jacinto”.

Una triste y bella historia de amor...

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